Ayer hablé por teléfono con Galeano y me contó que el tiempo está muy inestable por ahí. El invierno empieza a mostrar su cara de palo y los plátanos de sombra ya están arreglando sus cosas antes de echarse a dormir.
Cuando nos vimos las caras por primera vez, Montevideo, verdeabas por los cuatro puntos cardinales y las muchachas se desparramaban adormiladas en los pastos del Parque Rodó, robándole el brillo al Sol del mediodía para llevárselo puesto. Era noviembre de 1969. Aquel año fue el primero de mi vida que tuvo dos primaveras.
Viajé desde Buenos Aires con Edmundo Rivero, el de las manos como capazos y la voz de trueno; con él compatía el cartel en el Parador del Cerro. Vine para un par de días, con urgencias como siempre y, nada más llegar, después de atender un par de periodistas, tan convencidos como yo de lo efímero del éxito, en especial del mío, salí del hotel con la intención de bajar al puerto a cumplir con una antigua promesa, encontrar la sombra perdida del Graf Spee.
De niños, el Tito y yo, conmovidos por el heroismo de aquellos marineros, rubios como la cerveza, que hacían de buenos en la película, nos juramentamos, al salir del cine, que, en cuanto fuésemos mayores, iríamos a Montevideo a echarles una mano a quellos desventurados tipos, aunque fuesen alemanes; así que, aprovechando la ocasión, aún a sabiendas de que era demasiado tarde para hacer nada por ellos, eché a andar con moderado entusiasmo al encuentro de mis fantasmas infantiles. De cualquier modo, aunque no sacase nada en claro del Graf Spee, siempre me quedaba el Tito quien, en nuestra anual conversación en el Bar Juanito, escucharía generoso el relato ampliado y aderezado de este rescate de recuerdos.
Pero tú querías llamar mi atención con otras cosas, Montevideo.
Querías que te viera, que me fijara en tí, que me dejara de pavadas de Graf Speeses y marineritos heroicos y que me enredase en tus redes. Por eso abriste para mí la cajita de los asombros y, justo al salir del hotel, aprovechando mi torpeza habitual, me hiciste pisar una bosta de caballo. En plena Plaza Independencia. en 1969. Una rotunda bosta de caballo en la puerta del Hotel Victoria Plaza, antes de Moon.
Yo, que había salido a buscar perfumes de niñez me di de morros con ella. Qué admirable y qué insólito se veía en el asfalto aquel trofeo verde y oro. No por el hecho en sí, claro, no por el lugar elegido por el animal para cagar, sino porque aún rondasen caballos por el centro.
Aquella bosta le dio una vuelta de tuerca al destino. Me devolvió a los cuarteles de invierno de los años idos. Encendió mi curiosidad empujándome a buscar debajo de tu vestido. Me llamaste y yo atendí y me dejé llevar.
Olvidé el asunto del Graf Spee y a Tito. Olvidé el programa previsto. Incluso olvidé una visita concertada al Estadio Centenario –por cuyas tripas, si uno le pone atención, al atardecer, se escucha el tintineo metálico de los tacos– y caminé a donde quisieron llevarme mis zapatos. Como un gurí por la murga, me dejé llevar por calles engalanadas de forchelas; calles en las que aún estaba caliente el recuerdo de Xirgú y donde los diarios voceaban nombres desconocidos que iban a tardar poco en serme cotidianos; calles que aguardaban todo el año la vuelta del Carnaval, agotadas sus existencias de longanizas para atar perros; veredas por las que los hinchas de Nacional caminaban agrandados con títulos libertadores e intercontinentales bajo el brazo como quien se exhibe con el termo para cocer el mate de la gloria.
El termo ¿Quién dijo termo…? El termo y el hombre. El termo y la cancha. El termo y Dios.
Qué insólito espectáculo, querida, para unos ojos profanos, contempla a unos ciudadanos comunes, en su mayoría tipos respetables, yendo y viniendo de sus quehaceres cotidianos con ese artefacto que uno cree reservado a situaciones de emergencia, con la mayor de las naturalidades enganchados a él como un yonqui a la heroína. Aún reconociendo el aporte tecnológico que el termo representa para la cultura de la yerba (mate) no deja de ser chocante para unos ojos profanos, repito.
Aquel día, caminé tus calles como nunca he vuelto a caminarlas mientras tú, Montevideo, hacías todo lo posible por deslumbrarme. Unas veces de frente y otras por sorpresa. Me llevaste a comer achuras al Mercado del Puerto, nos tumbamos en la tarde de Pocitos y juntos amanecimos en el Cerro. Me trajiste a Alfredo y a Daniel y al loco del Sabalero y a la dulce Vera y yo te llevé conmigo al este, a comernos las noches con Nana, con Manolo, con la Camerata.
Me gustaste desde el primer momento, Montevideo, pero fue más tarde cuando me enamoré de ti. Fue cuando te exiliaron y te viniste a mi casa con lo puesto. Ahí, mirada triste, sueños torcidos, carnes torturadas; ahí te conocí Montevideo; ahí te sentí como algo mío, y ahí nos juramos amor eterno.
Joan Manuel Serrat
Revista Montevideo Ciudad Abierta No. 15
I.M.M. Septiembre 1999