Los hijos según Serrat.2005



Amado del Pino | La Habana   LA CRÓNICA 2005


Para los actuales cuarentones o cincuentones la huella artística y humana del cantante catalán Joan Manuel Serrat se adentra en el terreno de lo entrañable. Yo tenía doce años cuando su primera visita, y la recuerdo no solo como la visión de un ídolo, sino como un soplo de aire fresco. En esa etapa no era de machos ortodoxos, ni de gente bien vista, según el lente estrecho de algunos, aquella hermosa y viril melena. Nos apegamos a la radio, o a ciertos casetes milagrosamente conseguidos, para escuchar una y otra vez aquello de “tu nombre me sabe a hierba”o “poco antes de que den las diez”.


Después, ya avanzados los 70, vendrían los discos negros con Serrat cantando a los inmensos poetas Antonio Machado y Miguel Hernández. Reunirse en torno al tocadiscos soviético de algún amigo, era como una pequeña asamblea de personas sensibles. 


Todavía conozco a un actor que en las fiestas caseras, por allá por el desenfado de la segunda botella de ron, entona su versión de los mayores éxitos de Joan Manuel.


Cuando fui a Barcelona en el 91 alguien me consiguió los datos del cantor y entrevistarlo se convirtió en una idea fija. Pero extravié sus señas en  el Metro y no pude verlo de frente hasta una noche en el bar habanero El Gato Tuerto. Entonces, varios de sus fans, decidimos respetar el carácter privado de la visita de Serrat y, en vez de importunarlo con preguntas o autógrafos, brindar por su genialidad como si siguiera a miles de kilómetros de distancia.


Otra vez, de visita en Canarias, atisbé su rostro en un anuncio televisivo. El corazón me saltó con miedo a una decepción. Pero, nada de eso, el artista colaboraba con la sociedad de cardiología y se limitaba a un texto tan sobrio como sus mejores canciones y a un breve y aleccionador pedalear en bicicleta.


Ahora he vuelto a pensar en este artista de mi alma. He recordado especialmente una de sus canciones que más nos ha hecho llorar, reflexionar, desatar ese sentimiento que algún sabio llamó el placer de estar triste: la melancolía. Sí, “A menudo los hijos se nos parecen /y así nos dan la primera satisfacción…” Pero más cierto aún es que nadie podrá impedir que un día nos digan adiós. Amadín entró al preuniversitario de Ciencias Exactas. No solo se adapta a la vida múltiple y compartida de la escuela interna, sino que a mis preguntas comienza a contestar con cierto aire que se ubica entre la condescendencia y el cansancio.


Adriana, que cumplirá once, me hizo bajarme del potro de ciertos sueños, invitándome a poner los pies en esta tierra de los dos, y a la vez en este siglo, esta sensibilidad que le pertenecen con más derecho y naturalidad.