El que gritó traidor a Serrat.2004



Barcelona. 2004. Acto Institucional de la Diada Nacional de Catalunya.

Serrat empieza a cantar Canço de bressol (Canción de cuna). Todo son aplausos de complicidad, hasta que se rompe la armonía con un grito seco: Traidor!.

La gente aplaude mas para ahogar el grito, Serrat sigue cantando y al final es aclamado con total entrega por las miles de personas presentes. 

En esta vida ser coherente y valiente se paga con el desprecio y la ingratitud de los necios.

Yo estuve ahí, a 5 metros de Joan Manuel. Ese gri

Joan Baeza


EL QUE GRITÓ "¡Traidor!". Gregorio Morán (18.09.04) La Vanguardia

CASO CURIOSO EL DE esta palabra porque no tiene utilización ni en la religión, ni en la vida personal, ni siquiera en los negocios

COMO LA VIRGINIDAD, el embarazo y la muerte, la traición es una e indivisible; no existe en puridad el ser un poco traidor

Público y autoridades escuchaban atentos y algo inquietos por la novedad de aquel modo insólito de festejar el tradicional 11 de septiembre. Hasta en un hombre veterano en escenas y escenarios como es Joan Manuel Serrat se notaba una cierta tensión en ese rostro casi lunar que le dejó la edad, plagado de cráteres y arrugas. Y empezó la copla, tímida como una nana, “Por la mañana rocío, a mediodía calor...”. Ése fue el momento en el que resonó el grito, a medio camino del trueno y del eructo. “Traidor”. Anónimo, por supuesto. Los que gritan tienen siempre cara y ojos pero no firman. Traidor, en catalán, se suaviza un tanto en la fonética porque la fuerza se deja caer sobre la o y evita ese castigo de la erre castellana que en el insulto –¡Traidor!– produce el impacto sonoro de un revolver. Traidor.

Me hubiera gustado saber quién fue. Hay en ello algo de curiosidad malsana, por supuesto, pero también para ilustrarme sobre los seres humanos en general y algunos conciudadanos en particular. Poder hablar con él para asunto tan sencillo y en ocasiones circunstancial como escucharle. Nadie hace nada sin encontrar justificaciones para hacerlo; unos lo llamarán razones y otros excusas, pero siempre detrás del ser humano, por muy acémila que sea, ahora que vuelve a estar de moda el asno tan querido que fue del poeta exquisito y del labrador palurdo, detrás del ser humano, digo, hay motivos, sin que sea menester entrar en valorarlos. De dónde salió ese muchacho, porque me lo imagino joven, quizá por la sospecha de que los fanáticos cuando envejecen se vuelven muy cobardes y se limitan a mandar anónimos a quienes firmamos en los papeles.

Detrás de todo redactor de anónimos hay un criminal que se arruga al ver la sangre. Dónde estudió ese muchacho, pues. Quiénes son sus padres. Podría ser andaluza o aragonesa la madre, como en el caso de Serrat, o de la Terra Ferma el varón, de Vic o de Olot, tan orgullosos ellos y con razón si no fuera por ese olor taladrante de purines que convierte el honor local en queso putrefacto. No creo que los padres tengan algo que ver en esta historia, fuera de una tradición y un sentimiento, y es sabido que los sentimientos y las tradiciones se viven, no se gritan.

Por eso me gustaría saber dónde estudió y el qué. Partamos de las últimas revelaciones estadísticas que dejan la enseñanza pública en Catalunya como la gran derrotada, una derrota asumida según parece por la izquierda y el progresismo que tuvo experiencias aquí tan ricas como las del profeta Ferrer Guàrdia y que llega hoy a la idiocia simbolizada en un presidente de una asociación de padres de un colegio público que exige, el muy cándido, que la tarea ahora es cambiar el rótulo donde dice Escuelas por el de Escoles. Convertida la enseñanza pública en una empresa en quiebra para restos de todos los naufragios, profesores desmotivados e hijos de emigrantes, con toda probabilidad el muchacho del grito fue a un colegio privado, eso que se denomina con lenguaje no exento de trampa y desvergüenza colegio concertado. Algo así como una de las viejas partituras de Vivaldi, porque era lenguaje de época afirmar que era música concertada, agradable para oídos ricos y religiosos y pagada con fondos civiles. ¿Hay algún político profesional que lleve a sus hijos a un colegio público? Si es así debería incluirlo en su currículo, por más que con el tiempo sus retoños podrían llegar a reprochárselo.

Que el muchacho ha de ser joven es indudable porque su indignación patriótica surgió ante la estrofa en castellano –una traición– cuando si fuera mayor sabría que esta vieja tonada de Serrat es en catalán y apenas tiene en castellano la coda que abre y cierra la canción, evocadora de la dura vida del campesino de secano que fue la de tantos que llegaron aquí a hacer lo que sabían, trabajar. También podría ser una persona de edad y un ignorante, y que se le diera una higa Serrat y toda música que careciera del acompañamiento de una tenora, pero es poco probable, porque esa gente no va a actos sociales y menos a montar bronca. Joven, por tanto, y con educación tan conformada en la inmersión linguística que considera una traición a los principios utilizar el bastardo lenguaje de su enemigo, aunque sea en ocasión digna y natural, que no otra cosa es una canción hermosa que recupera otros aromas de donde vienen muchos de los que son. Un joven formado en la confrontación de nosotros frente a ellos. O somos y hablamos siempre nuestra lengua o por esa rendija de la concesión cultural se deslizará el gusano de la perdición. ¿No les suena esta otra copla?

Para saber por qué se puede calificar a alguien de traidor hay que definir primero qué es un traidor. Caso curioso el de esta palabra porque no tiene utilización en la religión, ni en la vida personal, ni siquiera en los negocios, aunque a veces la gente la meta de rondón. El traidor remite a la política. La traición se refiere siempre al poder. Incluso en un drama de la complejidad del Macbeth de Shakespeare, las pasiones son íntimas, pero la traición tiene un significado que se dirige al trono y al poder. Lo dominante de toda traición y de todo traidor está en el juego de la política, en el zumo del poder. Procede del latín, que fue, por encima de todo, lenguaje de la cultura del mando, y fíjense si la traición estará vinculada a la pelea política que el primer gran diccionario de la lengua castellana, el de Sebastián de Covarrubias (1611) no muestra hacia el traidor otro sentido que el de la crueldad ligada al poder. “El que engaña a sus enemigos”, dice y cuenta la historia del rey don Alfonso y cómo rindió de malos modos la fortaleza de Zorita gracias a un gañán llamado Domingo, un traidor, al que se le dio en pago sacarle los ojos, para que gozara de la vida pero no tanto como para olvidar su gesta alevosa.

Quien califica de traidor a alguien está dictando una sentencia. No es necesario que se ejecute hoy o mañana, porque las sentencias de traición duran toda la vida, son perpetuas. Nadie se recupera de un insulto de traidor hasta que por razones naturales muere y deja esta vida en la que siempre será, al menos para quien emite la sentencia, un traidor. Al tratarse de un juicio político no hay piedad para el traidor, ni siquiera se admite el perdón del confesor, porque eso es algo íntimo, una supuesta relación entre la religión y Dios y su intermediario el sacerdote. Ninguno de ellos tiene nada que ver con la traición, porque el traidor ha cometido un delito político que sólo el pueblo, es decir, el miserable o el genio o el tribuno o el demagogo o el dictador de turno que asume su representación es el único que resuelve si el traidor se salva o debe pagar con el ostracismo y el desprecio. Como la virginidad, el embarazo y la muerte, la traición es una e indivisible; no existe en puridad el ser un poco traidor.

Quizá el tipo que gritó “¡Traidor!” sea el producto de una formación miserable y dogmática orientada por dirigentes ambiciosos que han sido capaces de convertir sus intereses en doctrina y hacer de su doctrina un poder, un régimen, de cuyo solo distanciamiento, aunque sea en el lenguaje, en una frase, en la coda de una canción, puede interpretarse como una traición al poder que detentan.

Me acuerdo de grandes gritos de traición. El falangista que abordó a Franco allá por los años 40 –¡Franco, traidor!–. Los ultras que increparon al cardenal Tarancón en el entierro de Carrero Blanco. ¡Tarancón, traidor! Luego vino lo de Fernández Miranda, ¡Torcuato, traidor! Y poco más tarde los del primer presidente de la transición: ¡Suárez, traidor! La penúltima vez que yo oí el grito de ¡traidor! fue en Gernika, justamente al lado del viejo árbol alicaído que simboliza, aseguran, las libertades vascas. Se acababa de celebrar la elección del lehendakari, Carlos Garaicoechea. A la salida de la Casa de Juntas yo iba caminando desproporcionadamente encogido junto al dirigente de Euskadiko Ezkerra, el físicamente imponente jugador de pala Mario Onaindía, que entonces aún estaba en pleno proceso de desmantelamiento de ETA político-militar. Como Euskadiko Ezkerra no había votado por el candidato del PNV, Carlos Garaicoechea, un grupo de emakumes –mujeres del nacionalismo vasco– se pusieron a aplaudir al nuevo lehendakari y hubo una, cuyo rostro no olvidaré mientras viva, que dirigiéndose a Onaindía gritó: “¡Mario, traidor!”. Y recuerdo muy bien que ese traidor pronunciado por una vasca no percute en la erre castellana sino que se alarga como un reguero: ¡Mario, traidorrrrr!

Un país donde se utilice la palabra traidor y no se escandalice nadie es que está enfermo. Da qué pensar el que refiriéndonos a las personas que en ocasiones se equivocan, dudan, se pelean, gozan, o sufren, solemos decir una vez que ha ocurrido: “Han traicionado sus sentimientos”.