Serrat, la grandeza de las pequeñas cosas



Pedro Luis Angosto 2011


En una reciente entrevista, decía Iñaki Gabilondo que hoy  resultaba extremadamente complejo profundizar en las noticias. En su  opinión, la gente desea estar informada pero superficialmente, con  noticias relámpago, de ahí el éxito que tienen las publicaciones ligeras  de ropa y que los informativos televisivos se hayan convertido en un  apéndice de la sección de deportes. Por su parte, un grupo de  intelectuales preguntados por un diario de tirada nacional –Álvarez  Junco, Enrique Moradiellos, Arcadi Espada, Eugenio Trías- aseguraban  que, independientemente de que la clase política lo esté haciendo mejor o  peor, la sociedad también tiene su responsabilidad en la cosa pública y  que está renunciando de modo inconsciente a ella.

Creo que ambas afirmaciones son palpables en la mayor parte de  España, no se trata ya de que una institución fundamental para la  democracia como son los partidos políticos no tengan una militancia  abundante, que apenas un veinte por ciento de los trabajadores paguen  cuota a algún sindicato, es que ni las asociaciones de vecinos, ni las  apas, ni las comunidades de propietarios, ni tan siquiera las  organizaciones de consumidores nos atraen: El español ha optado por el  “laissez faire, laissez passer”, es decir por el pasotismo más  inquietante. Sólo aquellas asociaciones relacionadas con fiestas,  festejos, deportes, localismos o nacionalismos tienen entre nosotros  aceptación. Es el egoísmo socializado, una nueva forma de vivir que  indudablemente nos lleva a la desestructuración social. Sálvese quien  pueda parece ser el lema de esta nueva sociedad que, por supuesto, no  tiene nada de nueva, lo nuevo fue la solidaridad, la preocupación  individual y colectiva por los más desfavorecidos, la lucha por el  progreso, hoy en franca decadencia en toda Europa pese a su juventud.

Parece que las aguas tornan a su cauce y los viejos modos, las viejas y  caducas costumbres de antaño, en todos los órdenes de la vida, político,  económico, laboral, cultural y social, vuelven a ser predominantes,  incluso el patriotismo de baratillo, el clasismo, el racismo y la  demanda autoritaria encuentran buen acomodo en estos tiempos extraños.  Esperemos que sea algo pasajero.

Es muy posible que en este pequeño rincón privilegiado del mundo que  es España, que es Europa –todavía-, andemos tan agobiados con nuestros  trabajos, nuestras compras y el cuidado de nuestro estatus que sólo el  escapismo, el meter la cabeza debajo del ala, el nihilismo nos ayuden a  subsistir. Sin embargo, debiera ocurrir lo contrario. Cubiertas las  necesidades materiales –cosa que hoy dista mucho de ocurrir-, tendríamos  que ser felices, dedicarnos a cultivar nuestro espíritu y a ayudar al  prójimo. No es así. Huimos.

Luego con echarle la culpa de todo a los  políticos
–todavía no sé como puede haber gente con vocación política  sincera, que la hay- nos quedamos tan panchos y dormimos a pierna  suelta. Torturas, emigrantes ahogados, África que se desangra…:  bastante tengo yo con pagar el colegio de mis niños, la hipoteca y el  coche nuevo, que, sepan ustedes, tiene unas prestaciones inmejorables.  Esas otras cosas, que las resuelvan los inútiles de los políticos, para  eso les pagamos.

Empero, no todo el mundo es así y hace unas semanas alguien,  “sacándose un conejo de la vieja chistera”, entre tanta calamidad y  tanto desprecio por el dolor ajeno, nos ha dado a muchos una enorme  satisfacción: Juan Manuel Serrat, “el noi del Poble Sec”, el “Nano”, el  hombre que nos enseñó a Machado, a Hernández, a León Felipe, a  Benedetti, el juglar que, en catalán y en castellano, ha escrito cien de  las mejores canciones de la historia, el poeta que nos hizo llorar en  silencio, el ciudadano que siempre estuvo al lado de las causas  perdidas, fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Pompeu i  Fabra.  Su vida y sus canciones han sido una misma cosa, un ejemplo  maravilloso de ética ciudadana y de sensibilidad. Pese al éxito y las  desgracias de los últimos años, el sexador de pollos que fue Joan  Manuel, ayudado “por las musas que nunca pasaron de él”, “subido a un  taburete”, bailando con “Curro el Palmo” en una playa del  “Mediterráneo”, siempre ha tenido la misma sencillez, la misma  placentera sonrisa, la misma modesta grandeza que lo ha convertido en un  referente humano excepcional, en una vacuna para escépticos, en una  criatura inimitable que nos ha llenado la vida de emociones, de alegrías, de tristezas, de ternura, sin renunciar nunca a su compromiso  con el hombre. Nada de lo humano le ha sido, le es, ajeno. Todo un  ejemplo, a seguir.