Recordar.- Del latín ‘re-cordis’.
Volver a pasar por el corazón.
Esté que ven en la página anterior con un conejo en la diestra y
una gallina desplumada en la zurda fui yo y lo que hay a mis espaldas es
parte de lo que fue Cala Gració en Eivissa, allá por el verano de 1953,
donde la familia Serrat pasó las vacaciones cuando Sant Antoni de
Portmany se llamaba San Antonio Abad y los hippies aún no se habían
inventado.
En mis aventuras veraniegas nunca había ido más allá de la casa de la
tía Emilia en el barrio de las Delicias en Zaragoza, de ahí que
veranear en un lugar tan exótico como Eivissa se me antojara algo muy
emocionante.
Viajamos desde Barcelona en la cubierta del barco de línea de la
Trasmediterránea, un buque mixto de carga y pasaje, pequeño y
herrumbroso pero de toda confianza, según mi padre, que sabía de esto
porque había hecho la mili en marina en el Alcalá Galiano.
Llegamos a destino al mediodía y al abrigo de unos
pinos plantamos un par de tiendas de campaña de fabricación casera cuyo
laborioso proceso de manufactura fue una obra delicada y artesanal que
exigió la participación de buena parte de la familia y en la que mi
madre y la señora Encarna, la vecina de los bajos de mi escalera,
llevaron la voz cantante.
Ellas se ocuparon, quién sabe con qué patronaje, de cortar y coser
las lonas mientras mi padre se encargó de la parte técnica: los palos,
los anclajes y los vientos. Días antes de partir habíamos probado las
carpas en la playa de Can Tunis y ante el júbilo de la mayoría familiar y
la sorpresa de los derrotistas de siempre, estas respondieron
perfectamente y siguieron funcionando así a lo largo de los años y las
expediciones que promovió la familia.
Entre julio y agosto de 1953, fuimos los únicos pobladores fijos de
Cala Gració, donde apenas fondeaba de vez en cuando algún vistoso
velero y a la que solo unos pocos pioneros llegaban para tumbarse en las
blancas arenas de su playa.
Los lugareños ni se acercaban por allí. Ellos vivían de espaldas a
los placeres del mar. Eran otros sus tiempos y otras sus prioridades de
modo que aquel mundo que en mi ignorancia ya intuía paradisiaco y frágil
era nuestro y solo para nosotros, la mayor parte del día y la noche.
No compartí con otros niños aquellos días ni recuerdo haber añorado en
ningún momento a mis compañeros de colegio que debían estar cada cual en
su verano, ni siquiera a los amigos de la calle remojándose en la
fuente, en la Barceloneta o en la piscina de Montjuïc.
Mis amigos fueron dos podencos flacos que aparecieron de entre las
matas con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, cuando aún
estábamos montando las tiendas. Uno negro y otro canela con manchas
blancas. El hambre les dio el valor necesario para acercarse y quedarse
con nosotros.
En casa nunca hubo lugar para un perro, así que su fiel compañía
fue un regalo. El Choni y el Canelo se bañaban con nosotros en el mar.
Mientras los mayores dormían la siesta me acompañaban a explorar los
alrededores en busca de moras y de higos chumbos y al caer la tarde se
tumbaban cansados en cualquier sombra a esperar pacientes que llegase el
tiempo del reparto de las sobras del banquete cotidiano.
La masía despensa
El suministro de víveres estaba asegurado. En una masía cercana nos
proporcionaban frutas, verduras y huevos frescos así como conejos y
gallinas de producción propia como los que se aprecian en la fotografía y
hermosas hogazas de pan de leña. El resto de necesidades, desde el
arroz al DDT los conseguíamos en un colmado del pueblo al que apenas
bajamos un par de veces y en el que había un poco de casi nada.
Fue en aquellas expediciones en las que asombrado, vi caminar por
las calles, mezcladas con el incipiente turismo, a mujeres vestidas con
exóticos ropajes negros de inmensas sayas y vivos de colores, tocadas
con grandes sombreros de paja que parecían llegadas de lugares lejanos
en el tiempo y la distancia y que contrastaban con aquella muchacha
inglesa de pechos menudos y rubio pubis que vino en un barco de nombre
extranjero y se bañaba desnuda, sin ningún pudor, en la fuente que
manaba entre unas peñas en un rincón de la cala y a la que acudíamos a
hacer la colada y a llenar de agua dulce las damajuanas.
Al oscurecer, de vez en cuando se aparecía una pareja de la Guardia
Civil con tricornio y fusil al hombro y con gesto huraño nos preguntaba
quiénes éramos y qué hacíamos allí. Mi padre les enseñaba un papel en
el que ponía que teníamos permiso para estar y les decía que éramos de
Barcelona y que estábamos de vacaciones.
A mí me daban miedo porque eran la autoridad y podían echarnos de
allí o llevarnos al cuartelillo detenidos como a gitanos pero nunca nos
dijeron nada. Rechazaban cortésmente el café que mi madre les ofrecía,
saludaban y se iban por donde habían venido dejándonos tranquilos.
A pescar con mi padre
Casi a diario salíamos con mi padre a pescar. Temprano, en
silencio, él preparaba las artes y el desayuno y cuando todo estaba
listo me despertaba dulcemente, para no molestar a mi madre que dormía
al lado y cargando las cañas caminábamos hasta las rocas de la punta de
la cala y allí donde las aguas son más profundas pescábamos hasta que el
sol se detenía en lo más alto y los peces dejaban de picar.
Entonces,
con el capazo cargado de esparralls, variades, tords y julivies,
volvíamos al manso redil y mientras mi tío Antonio bromeaba acerca del
escaso tamaño de las presas, mi padre me enseñaba a destriparlos y
sacarles las escamas para que, después del baño, mi madre los friera
para el almuerzo.
El neumático de un camión era nuestro yate y en él navegábamos las
transparentes e intactas aguas. Cuidando de no clavarme en la espalda la
válvula del aire, me tumbaba en él, y con los ojos cerrados, mecido por
el discreto oleaje, me dejaba llevar por las corrientes y los vientos,
así en el alma como en el cuerpo.
Al caer la tarde, después de cenar, las noches perfumadas de farias y
carajillos se estiraban a la luz y el olor del carburo y se llenaban de
historias y risas.
Las canciones se mezclaban con los ladridos de los perros a la
luna, que encendía las sombras a medida que el silencio se llenaba de
otras voces que no eran las nuestras.
Uno tras otro, sin prisa y sin reposo, discurrían los días. Pescar,
bañarse, comer, dormir la siesta y volver a la playa a rebozarse de sol
y de arena, toda la arena del mundo.
Hasta que el paraíso se esfumó la mañana que un coche vino a por
nosotros para devolvernos, quemados por el sol, al barco que nos traería
de vuelta a Barcelona.
Cada uno de nosotros se despidió de algo para siempre. Para mí, lo
más difícil fue despedirme de los perros. Durante un buen trecho, los vi
correr tras el polvo que levantaba el coche. Poco a poco aflojaron el
tranco. Se detuvieron y buscándonos con la mirada se fueron haciendo
pequeños hasta que definitivamente se los tragó el verano.
Al cabo de los años he vuelto varias veces a Sant
Antoni e incluso he pasado largas temporadas en la isla pero jamás volví
a Cala Gració. No hay que volver al lugar donde un día fuimos felices.
Las luces y la magia que ahora festejo desde el recuerdo, ya no
están allí. Se han quedado en la memoria, fijas, como esta foto en
blanco y negro.
Joan Manuel Serrat
El Periódico de Catalunya