LOS ÍDOLOS NO SON DE CARNE Y HUESO
un ser de carne y hueso;
pero … ¡qué carne!
¡qué hueso!
(de un espectáculo de Les Luthiers)
Quizá por eso se haga necesario explicar la historia y los porqués del gusto por las canciones de Serrat: tendría cinco o seis años cuando pasé como una semana entera recorriendo las disqueras del centro histórico de Quito de mano de mi tía y mi abuelita en busca de un disco del cantante que el más cosmopolita de mis tíos había presentado a la más recogida de sus hermanas. No encontramos nada aquella vez; pero mi tía Ani no tardó en llegar con uno de aquellos sobres de cartón o cartulina que ahora nos parecen enormes, en donde se guardaban los LP de vinilo o acetato. Desde allí nos miraba, con cara de enojado, un muchacho de cejas gruesas, ojos grandes y melancólicos (a pesar de estar entornados por el ceño fruncido y tal vez también por el exceso de luz), de labios sensuales y sobre todo con la nariz más perfecta que he visto en mi vida.
En seguida sacamos el disco y lo pusimos a sonar. Supongo que me cogió justo en la entrada de la edad de la razón, pues desde el principio hubo una especie de magia, porque en aquella casa igual sonaba de todo, desde los grandes maestros de la HCJB, mezclados con Benítez y Valencia, hasta la Radio Musical con Los Mitos, Los Náufragos, The Beatles y The Mamas & The Papas; pero casi nada de lo que había oído hasta entonces me había llamado la atención tanto como aquella voz (después supe que era más o menos un registro de barítono) que tal vez se quebraba en uno que otro gallo con más frecuencia de la debida, pero que daba la innegable impresión de que decía y cantaba cosas que se sentían muy adentro del corazón de alguien. Lo que más me impresionó fue el cuento de Manuel de España, quien se colgó de un olivo de su amo porque era tan pobre que ni siquiera tenía un olivo propio para suicidarse con algo de decoro, y que poco antes de eso le había tocado cavar a pulso la tumba de su mujer y del hijo que ella llevaba en sus entrañas. Y también me impresionaron las lamentaciones de un joven que se había quedado solo, habitando de a uno una casa que alguna vez había sido para dos, que se la pasaba hablando con el espejo y no abría los cajones para no encontrar recuerdos. Además, estaba la versión “en cristiano” de un disco de 45 rpm que tenía mi papá, en donde Sergio Endrigo cantaba en italiano La colomba de Rafael Alberti; pero el muchacho cejón con cara de enojado la cantaba en castellano y ahí yo recién podía enterarme de la paloma que confundía todas las cosas que se le plantaban por delante, quizás porque de repente el mundo en el que hasta entonces había confiado ya no existía más.
Con el paso del tiempo fui dejando atrás a la niña que se inventaba en secreto historias cuyo protagonista central casi siempre tenía la cara del forro del disco de su tía, y a medida que las ficciones inventadas y los juegos de palabras iban ganando la partida en mi definición vocacional, fueron –entre muchos otros estímulos– las canciones del Serrat las que me llevaron de la mano hacia la poesía española en general, y en particular hacia los poemas de Antonio Machado, Miguel Hernández, León Felipe y hasta Ernesto Cardenal, no porque las musicalizaciones de Serrat agotaran a los poetas, sino porque los bocados de prueba que daba eran un excelente abreboca para ir, sin reservas, hacia el banquete de la compenetración con esos y otros escritores.
Así que, si bien atribuyo la manía de contarme cuentos para dormir y luego escribir los mejorcitos a alguna falla interpuesta genética o ambientalmente en mi propia naturaleza, no puedo negar que uno de los empujones fundamentales para que me decidiera a incursionar en este siempre maravilloso pero con frecuencia solitario, doloroso e incomprendido oficio, fue el contacto con las historias contadas y los sentimientos demostrados en las más de trescientas composiciones de Joan Manuel Serrat a lo largo de sus treinta y más años de carrera artística.
Una vez, alguna bondad de la vida me condujo a verlo cara a cara, a pedirle un autógrafo, a que me tocara levemente la mejilla para llamar la atención y preguntarme el nombre. Pero aquellos gestos y aquel “¿Cómo te llamas, niñita?”, únicos para mí, seguramente eran para él pan de todos los días, de todas las giras, de todos los fugaces encuentros personales con los individuos que forman esa extraña masa llamada “público”. Y aunque llegué a jurar que no me lavaría la cara por el resto de mi vida, cambié de opinión al pensar que él no tardaría en lavarse las manos en cuanto la ocasión lo justificara.
Por otro lado, siempre tengo presente aquella escena de alguna novela de José Mauro de Vasconcelos, cuando el niño huérfano que alguna vez adoptara como su padre imaginario a Maurice Chevalier por el carisma y la alegría de vivir patentes en los personajes que encarnaba, asiste, ya adulto, a una presentación de su ídolo en São Paulo y, después del saludo que recibe como uno más del público tras bambalinas termina confesando, con los ojos llenos de lágrimas:
Intenté demorar mi mano en la suya, idiotizado.
Miré bien adentro de sus ojos, aguardando que su boca se abriese para que me llamara, como antiguamente, Monpti [1]. Pero él abandonó mi mano sonriendo, como sonreía a cualquier persona que lo saludara. Aquel hombre ni sabía que había sido “mi padre”.[2]
Porque finalmente la verdad es esa: los ídolos no son de carne y hueso. Son de madera, de piedra, de papel, de vinilo o acetato, de cinta magnetofónica, de disco compacto, de celuloide o vídeo. Son de letras, ideas o notas musicales, de imágenes y actitudes prestadas. Están hechos de la intangible materia de las fantasías, de los posibles no demostrados, de las suposiciones y la imaginación. Y tal vez eso sea lo mejor, pues solamente así la relación ídolo–idólatra podrá escapar finalmente al desgaste de los roces cotidianos, a la amenaza de los resquemores y malos entendidos, y sobre todo al acecho final de la muerte.
Porque también son inmortales, y más ahora, gracias a la tecnología que sin mayor dificultad pone –o deja– a nuestro alcance las angustiadas sinfonías de Chaikovski, el genial verbo de Cervantes, la magistral hondura de Dostoyevski, las impresionantes aproximaciones a Dios de Bach, Händel o Mozart; la plenitud de gozo vital de Vivaldi, y en un ámbito menos clásico los tangos de Carlitos Gardel, la apostura de Jorge Negrete, la sentimental guitarra de Homero Hidrobo o la preciosa voz de Elis Regina, por mencionar solo algunos de aquellos a quienes, de alguna manera, la ausencia ya ha divinizado.
Ahora bien, respecto de los que quedan, es cierto que los mortales con frecuencia caemos en la fantasía de pensar que la coincidencia temporal puede conducir, por algún imponderable, a la coincidencia espacial e –ilusión de ilusiones– a cierta vaga e indefinible coincidencia afectiva. Y tampoco importa, pues ya lo describe magistralmente Jorge Luis Borges en uno de sus más breves y contundentes textos:
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. (…) Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.[3]
Porque es así como el personaje se va despojando poco a poco de la persona. Y no resulta difícil entenderlo si se trata de una obra que ha superado el imperio de las sombras; pero cuando, como en el caso de nuestro poeta–cantor, el ídolo comparte –y ojalá que todavía durante muchos años– el tiempo y el espacio con un ser de carne y hueso, los idólatras irredentos seguimos aspirando a que alguna vez sea posible acercarnos a su esencia humana, inalcanzable como la de todos los ídolos; pero, como la de todos los ídolos, solamente alcanzable por el contacto con el íntimo espíritu de su obra, sobre todo cuando proclama la solidaridad, cuando denuncia los verdaderos pecados de unos sectores que nunca yerran el tiro porque saben muy bien lo que hacen, y mucho más cuando sus palabras tocan los afectos que duelen o que renacen. ¿A veces panfletarias? Puede ser. ¿En ocasiones cursis? Of course. Pero siempre tan hermosas.
[2] José Mauro de Vasconcelos, Vamos a calentar el sol, Trad. del portugués por Haydée M. Jofre Barroso, Buenos Aires, Librería “El Ateneo” Editorial, 4ta. Edición, 1977, p. 193.
[3] Borges y yo, El Hacedor, citado en la antología Narraciones, Bogotá, Oveja Negra, 1983, pp. 155 – 16.