JOAN MANUEL SERRAT en la Revista HUMOR – 1983



COMO DECIAMOS AYERAlonso Fabregat

Después de ocho años de ausencia -años coincidentes con la reorganización nacional- el gigantesco Joan Manuel Serrat volvió a los escenarios argentinos. Los sucesos que se produjeron al largarse la venta de entradas, demostraron -una vez más- que a las grandes voces populares no se las puede condenar al olvido por el simple procedimiento de la interdicción. Y ya desde el debut -anoche, al escribir estas reflexiones- se vio que la catarsis generada por el catalán nos une a todos aquéllos que preferirnos, corno él dice, un sioux al Séptimo de Caballería.

A Serrat le temen casi en forma irracional.

Le temen los injustos, los déspotas y los mediocres.

Le temen los estados basados en la fuerza. Y aunque los que le temen son infinitamente menos que los que lo aman sin condiciones, logran esporádicamente que la inmensa figura de este catalán desaparezca de escenarios y medios de difusión.

Ese miedo proviene, seguramente, de la certeza de que solamente los muy grandes son capaces de colocar ciertas valencias en su lugar. Y Joan Manuel es un maestro en eso de ubicar: a través de su canto y su poesía desfilan la hipocresía, la mojigatería, la estupidez, la burocracia, las convenciones obsoletas, las injusticias sociales, las miserias humanas. Por sobre todo ello, siempre presente el amor a la vida. Sin embargo, curiosamente, en su repertorio aparece muy raramente la política en forma directa. Ni el más histérico de sus perseguidores podría acusarlo de panfletario.

¿De qué acusan a este artista que desde su Cataluña natal ha iluminado los últimos años musicales de toda Hispanoamérica? ¿De haber cantado a Machado, otro gigante español que murió infamemente del otro lado de la frontera, con el corazón roto por el avance de las tropas franquistas? ¿De haber difundido la obra de Miguel Hernández, inconmensurable poeta aniquilado a los 32 años en una cárcel “nacionalista”? ¿De cantar sus propias letras, donde la vida y el libre albedrío son exaltados por sobre máquinas, represiones y reglas?

No; lo acusan de “peligroso”. Y le temen porque saben que Serrat, con ese poder maravilloso de comunicación que le tocó en el reparto de dones carismáticos, es capaz de destruir en cinco minutos de canto las falsas escalas de valores que nos inculcan, desde la cuna, a los latinoamericanos en un siglo.

Es obvio: los que pretenden librarnos de las maléficas influencias de malos españoles como Joan Manuel, son los mismos que nos enseñan en las escuelas lo admirables que eran otros españoles como los bestiales conquistadores que arrasaron nuestras tierras y masacraron a nuestros aborígenes en nombre de la Cruz y la Corona. Desde tal punto de vista, la peligrosidad del catalán es cierta: esa unión de inteligencia, rebeldía y magnetismo, es difícil de resistir.

Y está el aspecto hombre. Ahí sí. Serrat ha mantenido una coherencia total a través de toda su trayectoria y ha sido una figura política desde su aparición como artista. El mismo poeta que cantaba al amor, la vida y la amistad, era el que se recluía en el Monasterio de Montserrat para protestar por los juicios contra los rebeldes vascos, y el que desafiaba abiertamente, a costa de la carrera artística en su país, al propio Generalísimo Franco, autor moral de la muerte de García Lorca, Miguel Hernández y otros creadores. Como él mismo se define, Serrat es un hecho político y todo lo que nace es político, aún cuando diga: “Antes que nada soy partidario de vivir”.

Un Debut a Manera de Introducción 

Jueves 2, diez de la noche, primer contacto de Serrat con el público argentino. Un público heterogéneo: adolescentes gritonas, señores circunspectos, gente de la farándula (detrás nuestro estaba Cacho Fontana, todavía preocupado por la intervención de Manrique en su segundo programa radial) y muchos jóvenes en estado de efervescencia, ansiosos por demostrarle al juglar que todos los intentos por borrarlo habían sido inútiles.

El hombre salió, con esa sencillez que le conocemos o le adivinamos, y retribuyó en silencio, como pudo y con una emoción conmovedora, la interminable ovación del Gran Rex en pleno, incluyendo fotógrafos, acomodadores y personaI de seguridad. Arrancó con “Cantares” y mostró que su voz era la misma de siempre. Y en seguida, se presentó con las clásicas palabras de Fray Luis de León, cuando se reencontrara con sus alumnos después de cuatro años de prisión: “Como decíamos ayer…”.

Fueron dos horas de canciones, alternándose las de distintas épocas y los estrenos como “Cada loco con su tema”. Y pasó de todo: no faltaron las consignas, que Serrat escuchó quietito y esperando, ni los gritos de “¡Genio!”, “¡Maestro!” y otros epítetos nada exagerados, ni las lágrimas corriendo por las mejillas de muchos asistentes.

La consigna coreada más fuertemente, sobrevino inmediatamente después de la frase final de un tema que termina diciendo: “Entre esos tipos y yo, hay algo personal”. Todo un símbolo de la posición del catalán frente a los liberticidas. Hubo otro símbolo: Joan Manuel, sin previo aviso, cantó “Cambalache” y lo hizo bien, sustituyendo (¿voluntaria o involuntariamente?) a Stavisky por Stravinsky.

Los “fuera de programa” duraron media hora. Nadie se quería ir. Y esto fue, seguramente, un pálido reflejo de lo que va a suceder -o está sucediendo- en el Luna Park. Allí estarán todos los que, como Serrat canta en “Cada loco con su tema”, prefieren: “volar a correr, hacer a pensar, amar a querer, tomar a pedir” y “los caminos a las fronteras, una mariposa al Rockefeller Center, un sioux al Séptimo de Caballería’.

Ahí va a estar el pueblo. Y no van a estar muchos de los que fueron a saludar a Frank Sinatra en ese mismo lugar.