Juan Cruz
9 nov 2014 El País
Escucharle quizá nos dé el sosiego para entender que todos somos de la misma raíz
El restaurante de Buenos Aires donde él recala cuando viene aquí, desde donde escribo ahora, es un lugar en el que se idolatra a Joan Manuel Serrat.
Este mediodía le están dando en Madrid el premio Ondas; han pasado unas horas desde que su disco nuevo, Antología desordenada, que iba a llamarse Trencadís, está en la calle, y su voz (opinando, rememorando) está en todas las emisoras y en todos los periódicos.
En las paredes del restaurante él está retratado con los grandes ídolos de la historia musical, literaria y futbolística argentina, con Borges y con Cortázar, con Messi y con Maradona, y también con Tomás Eloy Martínez y con Astor Piazzola. El mesero habla de él señalando para una mesa, como si ahí estuviera Serrat siempre, “hace un rato estuvo acá”. Como si el Noi del Poble Sec fuera el muchacho de la Boca, como si él mismo, que ya es veterano, aunque menos que Serrat, lo hubiera llevado de chico a la escuela.
El suplemento literario de La Nación de Buenos Aires publica este mismo día (el jueves último) un inmenso reportaje de una de las estrellas del periodismo (y de la escritura) de acá, Jorge Fernández Díaz. Revela “los secretos de un poeta plebeyo”. Así acaba, como si reflejara el clima que acabamos de ver en torno al cantante en su restaurante más querido de la ciudad: “Mientras espero el taxi suena su ringtone muy cerca: es la voz de Serrat, pero en versión metálica. Para la libertad, sangro, lucho y pervivo. Para la libertad”.
Ha ahondado tanto en lo que no sabemos decir que sus palabras y su ritmo han sido instrumento para que lo pudiéramos decir
Durante los años oprobiosos, los argentinos tenían esa melodía en la cabeza clandestina y en las casas, y era Serrat tan de dentro que ahora, cuando hablan de él quienes lo evocan o lo describen, abren los ojos como si estuvieran dando noticias de un pariente. En ese reportaje con que saluda esta mañana la presencia de Serrat en Argentina y en el mundo hay un relato de lo que ha sido su modo de decir (canciones, palabras) a lo largo de los años, desde que era un pibe allá en Barcelona hasta este viaje en el que ahora se ha empeñado, con su Trencadís que se llama Antología desordenada. En realidad, Serrat ha ido contando, con su voz y las de los poetas (Machado, Hernández, Benedetti…), la angustia y la esperanza de un tiempo que, como cantó también su amigo Raimon, será el nuestro, o un país que no hemos hecho.
El resultado de esa larga excursión íntima por lo que ve y por lo que le afecta ha sido, en cierto modo, una traslación sentimental de lo que ha ido pasando por la cabeza de las diversas generaciones que lo abrazan o lo tararean. No se trata, tan solo, de canciones, pues éstas se pueden oír en la voz metálica de los taxis; se trata de que Serrat ha ahondado tanto en lo que no sabemos decir que sus palabras y su ritmo han sido instrumento para que lo pudiéramos decir. Eso lo ha convertido en compatriota de todos, en España, en Iberoamérica.
Ahora que no sabemos decir lo que nos pasa, en el fragor de lo que pasa, escuchar a Serrat quizá nos dé el sosiego suficiente para entender que todos somos de la misma raíz. Esa raíz es la poesía y el acuerdo, la señal de que entendernos de veras sería otro cantar.
Oír a Serrat es quererlo. Cuando dejo el restaurante al que él va me dan recuerdos para él. En el altavoz chiquito suena su voz, en catalán ahora.