El hombre que nos hizo llorar


Joan Barril

Periodista (1952-2014)

Viernes, 17 de enero del 2014


A veces me pregunto cuándo empecé a cantar y a hacer canciones. Al fin y al cabo, eso de las canciones era un espectáculo de patio de luces y de barra alegre de taberna. Lo de los discos vino después, pero ahora ya tengo 70 tacos, que no es poco. Y he pasado de ser un chaval del Poble Sec a ser un señor de Barcelona.


¿Qué son los años para mí? Lo mismo que para todos. Los años son la mesura de la memoria. El día en el que yo nací las sombras se alargaban en el mismo ángulo, las hojas de los árboles tenían los mismos colores que hoy y a los abuelos los jóvenes les tratábamos de usted. Hoy me llaman señor Serrat y yo lo acepto porque sería más humillante hacer creer a un joven que entre él y yo no hay distancias. ¡Claro que las hay! 

En España y en América he conocido a lo mejor de cada casa y no he tenido que esforzarme ni siquiera para cantar. A veces, me ha dado la sensación de ser una especie de Papa de la democracia. Me he comprometido con la libertad y ha sido por gusto y por imperativo moral. Franco me exilió cuando aquí se practicaba la pena de muerte. Me sacaron de Chile y regresé a Argentina como si fuera una especie de general San Martín sin generalato. Le puse música a la música de los versos de Benedetti y los cubanos me hicieron un homenaje. Si la vida no es otra cosa que la memoria, es evidente que yo he vivido mucho.

O sea, que yo era la pieza del gran rompecabezas que le faltaba al mundo. Y eso me desasosiega. Soy un patrimonio de la Humanidad, pero lo que yo quiero es ser patrimonio de mí mismo. Supongo que a estas alturas eso ya lo he conseguido gracias a decir siempre la verdad. Yo no sé si la verdad nos hace libres, pero lo que sí nos libera es la renuncia a parecer aquello que no somos. Prefiero el bocadillo de chorizo al caviar y el lamparón del vino bebido en porrón a la medalla de oro de cualquier institución oficial. Si les necesito, no les llamo. Si me necesitan, les ignoro. Si se produce una mezcla de necesidad y de voluntad, ahí me tienen.

Pero han llegado los 70. Y sigo dándole a las canciones. A veces, las cuerdas vocales son verdaderas ataduras de las armonías. Y he aprendido que lo mejor de una canción no está en la voz, ni siquiera en la música. Una canción es una destilación de la mirada. Y yo miro y me miro. Y veo que todo privilegio de vivir conlleva una cierta renuncia a creer que todo es posible. A veces, vivir conlleva también dificultades. La edad y el cuerpo son el gran taller en el que la mirada se convierte en arte. Hay que cuidarse cuando conviene. Y hay que descuidarse de vez en cuando, porque el pecado siempre es creativo y el propósito de enmienda es el campo abonado para la imaginación doliente.

A los 70 años hay mucha vida por atrás, pero muchos días por delante. Me afeito con cuidado y a veces canto ante el espejo canciones de gente mayor que se enamoró evocándome y que aprendió a llorar escuchándome. Soy la banda sonora de medio mundo y ya no me la siento mía. Una noche de verano me detuve en una curva para mear mirando la noche. En un pueblo cercano, unos músicos tocaban y cantaban una canción mientras los más jóvenes bailaban. Aquel fue el mejor premio que me han dado en mi historia profesional. Las notas se habían perdido, los versos se habían olvidado, pero ahí estaban de nuevo para que las canciones tuvieran una nueva memoria. 

Que las canciones les pertenezcan un día. Ya no son mías, porque a mí solo me quedan mis células y mis días intensos y mis noches negras como la mina de la que de vez en cuando extraigo brillantes. Algunos amigos me felicitarán y yo me felicito por tenerlos cerca.