JOAN MANUEL SERRAT
El Periódico 2/04/07
Ver video Paraules d’amor
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“Qué no daría yo por compartir la noche y unas copas con el amigo cómplice de lengua afilada y dedos ligeros. Por cantar con él coplas gamberras. Qué no daría yo por oírle tocar un blues.”
Viendo por enésima vez esta hermosa película que es Hanna y sus hermanas, volvió a conmoverme y a llenarme de orgullo aquella escena en la que Woody Allen, revisando los expositores de una tienda de discos, detiene la imagen en un vinilo de Tete Montoliu, en claro homenaje al más grande de nuestros músicos de jazz. Hoy, a los 10 años de su muerte, recuerdo el día que lo vi por primera vez, caminando a tientas, de memoria, por su piso de la calle Muntaner.
Mi padre era lampista y un día que le llamaron para hacer algún remiendo en los hornillos de los Montoliu, me llevó con él y mientras la señora Angeleta me daba de merendar en la cocina y desde el fondo del pasillo se escuchaba al señor Vicente repetir en el oboe el mismo pasaje una y otra vez, en la penumbra deambulaba por la casa aquel hombre joven.
Lo que más llamó mi atención fue su aspecto severo y ceremonioso. La altivez que se intuía tras las gafas oscuras, en su mirada vacía, puesta en ninguna parte. Tete nació ciego y a pesar de ello, tocaba extraordinariamente el piano, cosa de gran mérito en sus circunstancias, pensaba yo y eso mismo decía mi madre y el Jordi, el hijo de la rifadora y compañero suyo del conservatorio. Un vecino que tocaba el saxofón y que un buen día se fue a Suecia y nunca más volvió.
Cuando volví a saber de él, ya era un pianista famoso en el mundo y en las tinieblas del Jamboree acompañó mis recién estrenados ardores juveniles. Su música es la banda sonora de aquellas horas de voluntariosas caricias cuando, la boca contra la boca y las manos torpes y curiosas bajo la ropa de la compañera de curso, íbamos descubriendo el bep bop y a Charlie Parker, al tiempo que, con prisa y sin pausa, el dulce y venenoso poder del deseo se abría camino en las postrimerías de nuestra adolescencia.
Más tarde, cuando aparecieron mis primeras canciones fue mi más grande valedor y desde su prestigio decía alto y claro que Serrat le gustaba, sin sentirse obligado a puntualizar ni justificar sus gustos. Sin tener que añadir ningún pero.
Incorporó muchos de mis temas a su repertorio y a lo largo de su vida nunca dejó de tocarlos ni grabarlos.
En la primavera de 1968, juntos hicimos una inolvidable gira en la que mis piezas se vistieron de colores nuevos y mágicos sonidos. El contacto cotidiano nos llevó a conocernos mejor, de modo que el cariño y las canciones crecieron de la mano.
Cuántos recuerdos de aquella gira en la que fui su lazarillo y confidente. Debutamos en el Teatro Campoamor de Oviedo. Fue un debut sonado. Casi debut y despedida. Era la noche de mi reaparición en España tras el lío de Eurovisión y lo más florido del Frente Nacional de la Una, Grande y Libre nos recibió con una lluvia de insultos y objetos varios.
A pesar de que no era su guerra, fiel camarada, se mantuvo a mi lado con dignidad, erguido, sentado serenamente frente al piano como un general desafiando las balas enemigas. Con cuanta dignidad bebió aquel cáliz de improperios. Puede ser que se quedara porque nadie le socorrió. Tal vez. Pero tampoco pidió ayuda y siguió a mi lado todo el recital. De vez en cuando, entre canción y canción, bromeaba: “¡Nano, no fugis ¿eh?, no em deixis sol…!”, tirando hacia atrás la cabeza y llevándose la mano a la boca que se abría, en un gesto habitual en él, entre la mueca y la sonrisa.
Compartíamos pasiones y aficiones. Una de ellas, el Barça. Tete iba al campo. Se sentaba en la cabina junto a Miguel Ángel Valdivieso y más tarde con Puyal y su barcelonismo le llevaba, cuando el partido coincidía con una actuación, a tocar con un discreto audífono enchufado al transistor y así poder seguir las retrasmisiones de los encuentros. Su afición era tal que una tarde, tocando en Mollet, mientras en el Metropolitano el Barça se estaba jugando una semifinal de Copa contra el Atlético de Madrid luego de haber perdido en casa 0-1, en pleno recogimiento coral de Paraules d’amor, incapaz de reprimir su emoción, soltó el piano y pegó un brinco aplaudiendo y gritando el segundo gol culé, para desconcierto del público, que ignorante de la situación se temió lo peor para la salud del maestro.
Cuando nos separamos y antes de reencontrarse con Peer Wyboris y Erick Peter y reincorporarse a su bep bop, sus blues y sus baladas, me hizo el mejor de los regalos presentándome a Ricard Miralles para que siguiera bien acompañado por los caminos de la música. ¡Cuántas cosas tengo que agradecerle a Tete además de su música! Y quede claro que Tete no fue solo uno de los mejores músicos que ha dado esta nuestra, pobre, triste y desafortunada patria (Espriu). Era un artista, que es otra cosa. Un creador insobornable, fiel a sí mismo y a su manera de entender la vida y la música. Un hombre con un sentido del humor cáustico en cuyo mundo no había lugar para la autocompasión ni la complacencia.
Apoyado en la barra del Jamboree o el Whisky Jazz, escuchándole tocar, era evidente la desproporción que había entre el valor de lo que uno oía y el precio que pagaba por el gintónic que ingería. A menudo pienso en él y, solitario, me complazco masticando entre dientes alguno de aquellos tangos obscenos que solíamos cantar a dúo cuando la noche se agotaba y nosotros con ella.
A veces pongo sus discos y su gesto ausente se me aparece y me acompaña. No sé si a Tete le gustarían los tiempos que corren y las cosas que pasan y se escuchan hoy en día, pero con él, sin duda la vida sería mucho más rica y divertida. Y si las cosas se torcieran, siempre nos quedaría Eto’o, Ronaldinho y Messi para consolarnos.
Qué no daría yo por compartir la noche y unas copas con el amigo cómplice de lengua afilada y dedos ligeros. Por cantar con él coplas gamberras. Qué no daría yo por oírle tocar un blues.